El bebé, nada más nacer, posee una serie de comportamientos innatos que nadie le ha enseñado a realizar. Muchos de estos se dirigen a la búsqueda de alimento (lactancia materna) pero resulta sorprendente conocer que ello no es lo más importante para él. El contacto materno es fundamental para el recién nacido.
Nada más nacer, el bebé pasa a experimentar gran cantidad de sensaciones que hasta el momento desconocía. Si en el interior del útero materno todo era calidez, humedad y protección, en el exterior experimenta por primera vez el frío, el aire y el dolor...
El dolor inducido por alguien que, nada más salir, empieza a golpearle en las nalgas provocándole su primer llanto. Sin duda, la primera experiencia desagradable tras el parto a la que ha tenido que hacer frente, marcando así el principio de otras más que estarán por llegar (infecciones cada dos por tres, caídas, berrinches...).
Pero en un mundo tan nuevo para él, el bebé posee una serie de comportamientos innatos, primitivos y básicos que le permiten aliviar su alto estado de desprotección. Nadie le ha enseñado a succionar ni a agarrar, ni tan siquiera a buscar el contacto de los demás, pero algo dentro de él (que ha pasado a lo largo de toda nuestra especie sin la necesidad del boca a boca, ni registros escritos) le permite hacerlo. Por instinto, succiona cuando se le acerca un pecho o una boquilla de aspecto similar. Por instinto, cierra la mano, cuando se le acerca un objeto lo suficientemente pequeño para rodearlo completamente con sus pequeños dedos. El bebé posee tal cantidad de comportamientos instintivos protectores que cuesta imaginarse cómo ha podido recurrir a ellos sin nadie que se los chivara. Unos conocimientos "de serie" que todos hemos tenido y que transmitiremos, sin saber muy bien a través de qué mecanismo, a nuestros descendientes.
El bebé, este ser tan enigmático, ha intrigado y sigue intrigando a pediatras, psicólogos y psiquiatras. Si la explicación de su comportamiento resulta intrigante, más aún resultaba ver qué era para él lo que consideraba más importante. A qué comportamientos innatos recurría más para tratar de sobrevivir. La primera respuesta en la que todos pensaríamos, sería el alimento. ¿Qué iba a ser de un bebé sin leche? ¿Cómo haría para sobrevivir? Estas cuestiones eran las que un psicólogo llamado Harry Harlow se preguntaba.
Para tratar de dilucidar el asunto, era necesario la realización de experimentos pero, ¿cómo experimentar con un bebé? No sería ético. Así que Harry Harlow recurrió a uno de nuestros parientes más cercanos, los monos rhesus. Y menos mal que fueron ellos. Sus experimentos fueron realmente crueles y, de ser aplicados en seres humanos, habría creado personas traumatizadas de por vida. Harlow entendió que para comprender hasta el fondo el corazón humano tenía que estar dispuesto a destrozarlo y así lo hizo, en los pequeños monos. La tortura de la violación, las damas de hierro o el foso de la desesperación eran algunos de los nombres que dio a los dispositivos de sus experimentos.
A pesar de las características generales de los experimentos, hubo uno realmente emblemático y que ayudó a responder qué era aquello más importante para el ser humano siendo un bebé. El experimento era bastante sencillo. Harlow cogía a unos monos rhesus bebés y les daba a elegir entre dos madres artificiales. Consistían en modelos semejantes a una mona adulta para que el bebé tratara de creer que era su madre. Una de ellas sólo estaba cubierta de felpa. La otra, simplemente tenía barrotes de hierro pero tenía un biberón con leche.
Cuando el experimento comenzó, los resultados fueron abrumadores, los monos preferían el contacto de felpa materno, que el de hierro, aunque éste tuviera leche. Los pequeños monos preferían agarrarse a la madre de felpa buscando su contacto y protección que acercarse a la madre de hierro para tomar leche. Cuando la sensación de hambre era ya insoportable, iban corriendo a la madre de hierro, tomaban la leche suficiente y volvían corriendo a agarrarse a la madre de felpa. Más tarde se comprobó que cuando se trataba de asustar a los monos, salían corriendo a buscar refugio en la madre de felpa.
Pero el experimento no terminó ahí. El siguiente paso fue averiguar qué ocurría con los bebés rhesus cuando cambiaban de ambiente. Los monos que estaban junto a su madre de felpa, se agarraban fuertemente a ella, hasta que tenían la valentía de explorar los alrededores y después volvían al refugio que su madre artificial les ofrecía. Sin embargo, aquellos que tenían que enfrentarse a un ambiente diferente sin su madre artificial se quedaban paralizados, asustados y no dejaban de llorar. Algunos de los monos incluso buscaban entre los objetos esperando encontrar a su madre simulada, mientras gritaban y lloraban. Lo mismo ocurría para aquellos monos que se encontraban junto a su madre de barrotes de hierro.
Con ese experimento y otros más que se realizaron posteriormente en monos, quedó claro que en ellos era principalmente importante el contacto materno para su desarrollo, y que su principal comportamiento estaba dirigido a buscar y solicitar esa atención materna tan necesaria para ellos. Pero, ¿hasta qué punto estos resultados podían ser extrapolables al ser humano? ¿Seríamos lo suficientemente similares como para compartir esta característica? ¿Cómo íbamos a responder a esa cuestión sin recurrir a esos traumáticos experimentos?
Lamentablemente, muchas de las respuestas a cuestiones planteadas desde la medicina se han respondido desde grandes dramas humanos: Guerras, hambrunas, pobreza, catástrofes naturales... La ciencia médica no sólo ha avanzado gracias a grandes logros sino también gracias a las peores pesadillas del ser humano. Las preguntas "¿Cuán importante es el contacto materno para el bebé humano? y ¿cuáles son las consecuencias de su ausencia?" no pudo ni tuvo que ser respondida desde el laboratorio. La realidad, mucho más cruel, dejó la respuesta en bandeja.
Entre los años 30 y 50 del siglo pasado existían gran cantidad de orfanatos y hospitales repartidos por todo el mundo y dedicados al cuidado de bebés y niños pequeños. La muerte de los padres o la pobreza eran las principales causas que llevaban a un bebé a un orfanato o a un hospital. La Segunda Guerra Mundial agravó aún más la situación y muchas de estas instituciones terminaban abarrotadas de bebés y niños que no podían ser atendidos en condiciones.
El psicólogo René Spitz se mostró muy interesado por conocer qué ocurría con los bebés en las instituciones en las que eran acogidos. Para ello, seleccionó algunos orfanatos con el fin de estudiar el desarrollo de los bebés en esas condiciones y los comparó con el desarrollo de los bebés con una madre amorosa. Ambos tenían todos los cuidados necesarios: Vivían en condiciones higiénicas, recibían buena comida y también tenían atención médica. Sin embargo, la mayoría de los niños de los orfanatos no tenían algo que sí tenían los niños al cuidado de sus madres: Abrazos, besos, carantoñas... En definitiva, les faltaba el contacto materno. Las enfermeras y cuidadoras encargadas de los bebés no tenían tiempo para estos menesteres en unos orfanatos abarrotados de ellos. Como resultado: Los bebés vivían prácticamente en soledad, confinados en sus pequeñas cunas. El contacto con sus cuidadoras se limitaba al tiempo en que tomaban el biberón.
Las consecuencias de la ausencia del contacto materno eran inimaginables. Bebés (con menos de 18 meses) aparentemente sanos, que recibían en los orfanatos todos los cuidados básicos y tenían unas condiciones de higiene perfectas, terminaban muriendo antes de llegar a los dos años de edad. La ausencia de caricias, abrazos, besos y el roce piel con piel había terminado matándolos después de más de 18 meses sin ellos. Y en ese duro periodo de tiempo terminaban por no llorar, aprendían que nadie iba a responder a sus llamadas.
En un orfanato, casi la mitad de los bebés moría antes de cumplir los dos años. En otro, la mortalidad llegaba al 90%. Aquellos bebés que lograban sobrevivir más de dos años y medio quedaban traumatizados de por vida: Tenían un retraso mental considerable, trastornos motores, incapacidad para establecer relaciones sociales y la mayoría era incapaz de hablar y de realizar actividades sencillas por ellos mismos. Además, la falta de contacto materno retrasaba su crecimiento, bebés de 10 meses podían parecer que tenían 3 ó 4. No se tardó en dar nombre a lo que ocurría con estos bebés en los orfanatos: Hospitalismo.
Spitz describió la cara típica del bebé "abandonado" en un orfanato abarrotado: "Ojos abiertos de par en par sin emoción, cara congelada con una expresión distante, como si estuviera aturdido". Antes de llegar a esta fase final, los bebés reaccionaban ante la ausencia de contacto humano con lloros repetidos y se agarraban a alguien en cuanto estuviera cerca. Pasado un tiempo, si seguían sin tener contacto, comenzaban a gritar buscando ese contacto tan importante para ellos, perdían peso poco a poco y su crecimiento se detenía. Cuando los bebés se resignaban a la realidad de una vida sin contacto materno adoptaban un comportamiento autista: Replegados sobre sí mismos y rechazando cualquier intento de contacto hacia ellos.
Gracias al estudio de la dura realidad que ocurría en los orfanatos y hospitales, hoy en día todas estas instituciones que se encuentran en los países desarrollados deben y tienen que fomentar el contacto con los bebés. Un requisito fundamental que aún no se cumple en muchos lugares pobres, en donde los bebés son privados de lo más importante para ellos.
Autora: Dra. Esther Samper (Shora).
Fuente: http://www.soitu.es/soitu/2009/02/06/salud/1233919115_428023.html
http://www.soitu.es/soitu/2009/07/02/salud/1246535187_803422.html
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