Constituye un permanente desafío para el médico homeópata el mayor conocimiento de la naturaleza humana como medio de obtener un asimismo mayor conocimiento del hombre en su enfermedad. Pero lo que la perspectiva del homeópata tiene de original en esta búsqueda es que dicho conocimiento sólo será válido si es posible llevarlo de manera inmediata a la prescripción, es decir, si el mejor conocimiento del hombre enfermo tiene, como consecuencia directa una prescripción más ajustada, y por consiguiente una mayor aproximación a la salud.
Tratándose de asuntos tan prácticos como influir directa y premeditadamente sobre la realidad de unos hechos sensibles, va de suyo que la filosofía sobre la cual se soporte nuestra investigación debe ser de aquella clase que no ponga en cuestión la realidad sensible e intelectualmente aprehendida. Es decir, que para los fines de esta investigación práctica hemos de sostener nuestros argumentos, derivar nuestras conclusiones, a partir de una filosofía que acepte la adecuación de nuestros sentidos a la realidad sensible y de nuestro intelecto a la realidad cognoscible, o dicho de otro modo, hemos de remitirnos a lo que algunos han llamado la “filosofía ingenua”.
Esta filosofía ingenua, representada fundamentalmente por la escolástica, viene a ser a la más crítica filosofía actual lo que la física newtoniana a la relatividad y físicas posteriores: aunque no responda a todas las exigencias intelectuales, resulta verdadera y valiosa para el “mundo corriente”[1]. Y es precisamente en ese mundo en el que el médico debe desarrollar la mayor parte de su tarea. Más aún, la impronta que la filosofía ingenua ha dejado en el lenguaje y la cultura populares persiste aún, indiferente por el momento a otras reflexiones de mayor alcance.
Y dentro de esa realidad aceptada como tal, asumible desde las condiciones básicas del conocer humano, la medicina busca saber del hombre, un hombre que actúa en el mundo con la convicción de su propio ser, y cuyas dudas metafísicas sólo consideraremos (desde una tal vez pretenciosa visión objetivante) como posibles causas remotas de sufrimiento, y eso sólo en las raras ocasiones en que desborden su propio ámbito. Aceptamos que el hombre se relaciona con su propio ser a través de diversas manifestaciones culturales (religión, arte, filosofía), y pretendemos por razones prácticas evitar que tal relación, constitutiva del hecho existencial, buscadora y creativa como corresponde a su naturaleza, conflictiva por consiguiente, proyecte sus renovadas e interminables dudas sobre nuestros viejos conocimientos, al menos en tanto sea capaz de ofrecer a cambio una visión acabada del hombre que pueda, a fines prácticos, sustituir a la antigua.
Hemos aceptado pues algunos homeópatas que la visón que del hombre nos proporciona la psicología escolástica, puede ayudarnos, y de hecho nos ayuda a comprender lo que podríamos llamar la “argumentativa” del sufrimiento. Digamos, para entendernos, que el hombre (y cada hombre) sufre de un modo determinado porque es de un determinado modo, es decir, mi naturaleza condiciona mi sufrimiento (mi modo de sufrir). Si llamo “argumentativa” a la manera de comprender ese espacio de lo humano se debe a que, ante el médico, el enfermo dice su sufrimiento, hace un relato, cuenta una historia, pero al mismo tiempo, y esto es casi constante, aporta elementos de juicio, de justificación, de explicación, es decir “argumenta”, tratando así de darse a entender y de entenderse, de reconocerse en todo aquello que le inquieta. Y se da el caso de que mientras que cuando los síntomas se refieren a órganos y funciones enfermos, el médico no suele tener dificultades para interpretarlos y referirlos a su lugar y condición correspondientes, cuando lo que se pone sobre la mesa son tendencias, deseos, emociones, frustraciones, etc., el médico (exceptuando los casos de diagnósticos psicopatológicos, en los que no entraremos) no suele entender nada y su obligada exégesis, una vez descarrilado el discurso de las avenidas del protocolo, termina hundiéndose más pronto que tarde en los terrenos pantanosos del stress y conceptos asociados. Por lo que al médico homeópata concierne, ocurre que puede utilizar esos síntomas bajo la denominación genérica de “síntomas del psiquismo” pero, por lo que se refiere a la comprensión de su significado, la situación no es diferente, en un principio, de la del alópata.
Quiero permitirme una reflexión, al hilo de todo esto, que tiene que ver con la aceptación unánime de los conocimientos tradicionales sobre el organismo. Las descripciones anatómicas actuales difieren sólo en detalles de las de siglos pasados: la imagen aceptada del organismo humano ha sido muy parecida desde hace varios siglos. Quiero decir que, una vez abierto el cadáver, se acepta el testimonio de los sentidos de manera que la cohesión material, el color uniforme, un cierto aislamiento con respecto a otras estructuras, coinciden en términos generales con la delimitación anatómica de cada uno de los órganos. Naturalmente, todo esto se confirma, pero se confirma asimismo con el testimonio de los sentidos y de la razón. La referencia anatómica de las funciones ha variado más pero sigue respondiendo a la noción evidente de que a cada una de esas estructuras más o menos independientes y aisladas corresponden una o más funciones. La irrupción, en el campo del pensamiento, de la duda sobre lo real, no ha podido en dos o más siglos, crear la más mínima sospecha sobre el hecho de que el hígado sea el hígado o el pulmón el pulmón. La imagen anatómica (anátomo-fisiológica) del hombre ha atravesado incólume la ilustración y la vorágine postmoderna. En este terreno, la mayor parte de los progresos han sido abundamientos: la idea generatriz no ha cambiado esencialmente.
En contraste con lo anterior, la imagen clásica de la psicología del hombre, representada por la psicología de las facultades, fundamentada en la observación y la introspección, inmediatamente constatable por cada cual en cualquier circunstancia, ha sido puesta bajo el microscopio de la sospecha sin razón alguna, o mejor por una sola razón: por corresponder a la filosofía escolástica. Quiero ser comprensivo con los que abominan de lo antiguo, ya sea por ser antiguo o por alguna otra razón. Pero la abominación no viste bien al pensador: es más bien atuendo de fanáticos. Sea como fuere, la ausencia de una imagen asumible de los aspectos no materiales del ser humano, deja al estudiante, desde que se aventura en el terreno de la reflexión médica, a falta de un instrumento esencial, de un esquema de referencia sobre el que comprender precisamente eso que por la misma razón se escapa tan a menudo a la comprensión del médico: todo lo que la vida tiene, en salud y en enfermedad, de argumentativo y, en conexión con ello, de personal.
Los intereses específicos de la medicina homeopática obligan al médico a tomar buena nota de una serie de síntomas a los que el clínico moderno no suele prestar atención o simplemente no considera como tales. Estos síntomas tienen que ver primariamente con la instintividad por ser la instintividad el lugar de articulación del ser vivo con su mundo, es decir, el núcleo de la vitalidad. Además de los síntomas que remiten netamente a lo instintivo, encontramos otros más o menos relacionados que tienen que ver con funciones o actividades próximas a la instintividad. Nos referimos a toda la sensibilidad interna, la actividad apetitiva, y naturalmente todas las actividades fisiológicas que aseguran el equilibrio del funcionamiento interno.
Cuando el médico puede relacionar los síntomas, patogenéticos o clínicos, con el esquema antropológico mínimo que le proporciona la psicología escolástica, llega a comprenderlos. Esto le permite indagar inteligentemente sobre los mismos, estimular la argumentación de su paciente y finalmente obtener una imagen dinámica del sufrimiento. Aplicando, como es de rigor, las mismas pautas de observación y referencia al medicamento y al paciente (principio homeopático de semejanza), el homeópata ve enormemente enriquecida su capacidad clínica y por lo mismo (la homeopatía es por encima de todo un método volcado a la práctica) su capacidad de prescripción.
Como puede verse, el ejercicio antropológico del homeópata no es ocioso, no se trata de adornar la praxis con ninguna clase de floreo filosófico ni de investirse de la dignidad de “médicos pensadores” al margen o más allá del acontecimiento clínico. En suma, no queremos ser “médicos humanistas” un ápice más de lo que queremos ser médicos. El método homeopático exige esa búsqueda, y esa búsqueda imprime un carácter especial a nuestro modo de hacer medicina.
El carácter especial al que me refiero se plasma en un interés acrecentado por las distintas manifestaciones del paciente, no sólo por los síntomas concretos de la enfermedad por la que consulta sino por todo aquello que pueda darnos idea de la forma particular que ese paciente tiene de vivir su enfermedad y de reaccionar ante ella. Y como quiera que la enfermedad viene a ser un desajuste del equilibrio orgánico intrínseco, y también un desajuste del equilibrio de éste con el mundo, nos vemos obligados a explorar con el mayor cuidado cualquier alteración de esas funciones y de esas actividades a las que antes nos hemos referido. Este interés, que como acabo de decir viene exigido por el propio método, hace que el paciente perciba su relación con el homeópata como una relación altamente satisfactoria desde el punto de vista humano y personal, antes incluso de haber experimentado mejoría alguna con el tratamiento. Bien es verdad que no es eso lo que pretendemos en primer lugar, sino llegar a una prescripción curativa. Pero es esto precisamente, y no la exhibición de un interés estéril y más o menos teórico por los problemas personales del paciente, lo que caracteriza el interrogatorio homeopático, y, a no dudar, una de las razones que mantienen el interés del público por la homeopatía, un método terapéutico con doscientos años de antigüedad, a pesar de tantos y tan deslumbrantes adelantos de los que, con justicia, puede blasonar la moderna medicina tecnológica. Dicho de otro modo, el método homeopático es consustancial con un cierto tipo de indagación sobre el hombre enfermo, a saber, aquella que pretende descubrir lo que hay de más individual y de más personal en el fenómeno patológico. Y es la aceptación de esa necesidad lo que convierte al homeópata, en un solo acto, en pensador y en médico.
[1] Dejo al lector la tarea de interpretar benévolamente la expresión.
Autor: Dr. Emilio Morales
Comunicación del autor a las IV Jornadas de Medicina y Filosofía. Sevilla, 2-3 diciembre de 2004.
Publicada en las Actas correspondientes.
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