El monopolio de la verdad


La ciencia es un cuerpo de conocimientos acumulado a lo largo de los siglos gracias a la investigación humana. En cada época el concepto de ciencia ha variado según el uso y las costumbres, en cada sociedad. Lo que se consideraba ciencia en la antigua Babilonia no es lo mismo que en la Grecia clásica, ni coincide con Francis Bacon ni con los avances actuales. La ciencia como disciplina dispone de métodos de investigación adecuados a sus objetos de estudio. El método científico, que nace con Francis Bacon en el siglo XVII, no es más que un instrumento humano para aproximarnos a una parte de la realidad. Los científicos saben que con el método científico hay realidades a las que no se puede acceder, porque  el instrumento no se adapta a ellas. A partir de ahí, una de dos: o se niegan esas realidades o se aceptan las limitaciones propias del método científico.

La homeopatía, ciencia cuyo corpus se desarrolla durante el siglo XVIII, se adapta al método científico tal como estaba elaborado hasta ese momento. Los dos principios básicos de la homeopatía, la ley de similitud y la experimentación pura, cumplen rigurosamente con los requisitos del método inductivo y del método hipotético-deductivo, tales como los sistematizó Bacon. Y, de hecho, como prueba difícil de refutar, la Homeopatía ha persistido en sus mismos fundamentos durante más de dos siglos, adaptándose a la cambiante patología humana, y a pesar de los avances en el conocimiento de la fisiología humana. Si lo comparamos con la variabilidad en el diagnóstico y el tratamiento del devenir de la medicina más convencional, con sus cambiantes diagnósticos y pautas de tratamiento, y sus resultados muchas veces empíricos y aleatorios, no cabe duda que la medicina homeopática ha ofrecido durante estos últimos dos siglos mayores garantías de éxito en el tratamiento de la enfermedad humana, tanto en las grandes epidemias que asolaron el siglo XVIII, donde la Homeopatía destacó por su relevante éxito frente a las alternativas convencionales, hasta el tratamiento de las enfermedades crónicas, gran plaga de las sociedades más modernas, que no se han conseguido atajar con la avanzada tecnología médica.

Los avances científicos en varias ciencias teóricas (Física, Química, Matemáticas) durante el siglo XX han demostrado fehacientemente que la visión mecanicista de la medicina que todavía se contempla en la actualidad, ha quedado totalmente obsoleta. La aplicación de esos avances a las ciencias aplicadas, como es el caso de la Medicina, han supuesto un retraso en la efectividad de los tratamientos propuestos, sobre todo a largo plazo. El éxito se ha conseguido en ciertas áreas muy limitadas, en el campo de la Cirugía sobre todo, donde la consideración del cuerpo humano como una máquina resulta funcional para obtener resultados prácticos a la hora de reparar o sustituir órganos. Pero en el campo propiamente médico, donde la curación debería medirse por el grado de desaparición de la sintomatología y la independencia respecto a medicamentos que imponen efectos terapéuticos violentos, sin respetar la homeostasis, los fracasos y la polifarmacia son la norma.

Frente a esa realidad clínica insidiosa, la medicina debería estar abierta a experimentar con todo aquello que pueda beneficiar al ser humano sufriente, sin reparar en prejuicios teóricos. Porque… ¿cuál es el objetivo de la medicina: la curación de la enfermedad o la elaboración de hipótesis? Si la ciencia no es capaz de aliviar el sufrimiento humano con toda su complejidad, ¿porqué no recurrir a otras disciplinas que puedan aportar su grano de arena?
Parecería que el dilema es conceptual, pero frente al dolor y al sufrimiento lo determinante no son las disquisiciones teóricas sino su alivio. Muchos supuestos defensores a ultranza de la ciencia están en total desacuerdo en usar otros instrumentos que no sean los proporcionados por la ciencia; ciencia, por cierto, con la que también se han logrado algunos de los desastres más grandes de la humanidad (las bombas de Hiroshima y Nagasaki, por ejemplo). Los avances científicos no están exentos de riesgo, y eso lo vemos en los efectos secundarios de la mayoría de medicamentos químicos, habiéndose convertido en una de las principales causas de morbomortalidad a nivel mundial.

Los políticos –incluyendo también los que ejercen cargos en estamentos médicos y académicos-, que deberían estar al servicio de las necesidades sociales, deben estar abiertos a las demandas que los ciudadanos expresan, entre ellas en materia de sanidad. Las sociedades actuales son sociedades plurales, donde conviven creencias múltiples. En este contexto, la libertad de elección terapéutica se convierte en un imperativo moral de primer orden. No puede ser el estado ni el gobierno quien decide cómo nacer, cómo vivir, cómo tratarse, cómo morir. Existen diferentes alternativas y cada ciudadano elige según sus referencias. Aquí la cuestión no es quién tiene la verdad, sino quién ejerce la justicia, quién permite que esa justicia sea igual para todos los ciudadanos, quién la respeta a pesar de sus convicciones quizás incluso opuestas.

La verdad es inaccesible, en toda su amplitud, a la percepción del ser humano. Para acercarse a ella, el hombre dispone de los sentidos de la percepción, que le permiten observar, y del raciocinio, que le permite deducir y sacar conclusiones. A partir de esas mismas facultades, algunos han desarrollado percepciones y han llegado a conclusiones desde diferentes perspectivas. Les llamemos magia, ciencia o arte, lo importante es que sean útiles para mejorar la vida en el planeta.

Toda persona que se crea en posesión de la verdad, al igual que todo gobierno o todo estamento de poder, es un peligro para el resto de la sociedad, si pretende imponer su criterio por encima del de los demás. La democracia impone el respeto y la tolerancia hacia lo diferente, el respeto por todas las opciones, si no atentan a la vida, y si no son peligrosas para el resto.

En medicina, como en cualquier otra disciplina, hay perspectivas diferentes, más amplias o más reducidas, todas ellas con un mismo objetivo: mejorar la salud de la población. Y cualquier autoridad, cualquier gobierno, debe velar por el cumplimiento de ese objetivo, por encima de intereses particulares, económicos o de otra índole; intereses que siempre existirán, y a los que habrá que poner límites, para que prevalezca el bien común.

La medicina no sólo es ciencia, también es arte; y ese aspecto artístico le confiere unos rasgos de imponderabilidad por encima de lo mensurable, que le permite adaptarse e interpretar más adecuadamente la realidad del sufrimiento humano.