La gripe española

Cuando en 2006 traduje y publiqué la obra de Antoine Nebel La gripe española, creí necesario acompañarla de un prólogo que ilustrase al lector no versado sobre el marco médico y científico en el que se desenvolvía el trabajo del autor. La lectura del libro de Nebel así como de algunas obras de autores contemporáneos suyos y posteriores parecía poner de manifiesto que la causa de la mortalidad debida a la gripe de 1918 pudo haber sido una forma de malaria. Deduje entonces (no he sido el único), en un plano estrictamente teórico, que, en general, la mortalidad que acompaña a la gripe podría deberse, bien a gérmenes asociados, bien a la asociación de tales gérmenes con el propio virus. La escasa información que poseemos de la llamada “nueva gripe” o “gripe porcina”, parece indicar que, efectivamente, además del virus gripal deben de existir factores concomitantes que incrementan la virulencia y por tanto la mortalidad de la epidemia dependiendo de las regiones u otras circunstancias. Uno de los peligros que entraña el actual estado de cosas es que el pánico ante un virus desconocido, aunque tal vez no más peligroso en sí mismo que el de otras epidemias, nos sitúe ante un intento de universalización de la próxima vacuna. Ya no sólo se vacunará a los ancianos, sino a toda la población. ¿Estaría eso justificado? No voy a tratar de responder ahora a esa pregunta, pero ha llegado el momento de que los homeópatas, titulares de una medicina centenaria cuya utilidad está fuera de toda duda, nos pongamos a reflexionar sobre esto. Posiblemente en el futuro habrá otras epidemias y en general otras enfermedades infecciosas y parasitarias. Pero no debemos olvidar que la homeopatía nació en un momento en el que las infecciones dominaban la patología humana, ni tampoco los éxitos que cosechó en el tratamiento de tales enfermedades. Si en el siglo XX logramos, siguiendo nuestro método, pasar con eficacia del tratamiento de las enfermedades creadas por la naturaleza (las infecciones) a las dolencias creadas por la civilización, ahora debemos estar preparados para, llegado el caso, volver a tratar aquellas viejas enfermedades que la higiene pública y privada, el aislamiento de las sociedades avanzadas y también los antibióticos y las vacunas (ignoramos a qué precio) contribuyeron a hacernos considerar desaparecidas. El prólogo al que me refiero, y cuyo contenido espero que pueda contribuir a nuestra reflexión, es el siguiente. PRÓLOGO La gripe española fue escrito en plena pandemia gripal de 1918, y publicado ese mismo año. Antoine Nebel[1], el autor, era un médico homeópata de Lausana, y además un experto bacteriólogo. Los que lo conocieron hablan unánimemente de su extraordinaria sagacidad clínica, de su inteligencia, de su intuición, de su curiosidad sin límites, de su irrestricta entrega a la profesión de médico. Esas cualidades no quedaron sin fruto pues, además de sus logros profesionales y de relevantes aportaciones al método, la influencia de Nebel se dejó sentir en el mundo homeopático a través de sus discípulos. Nombres como Duprat, Chiron o Gallavardin darán al homeópata una idea aproximada de la calidad del maestro. Si su enseñanza hablada era original, brillante e inagotable, la escrita fue, por el contrario muy escasa. Nebel no era amigo de escribir. A ese respecto, su legado es extraordinariamente exiguo. Y, por lo que se refiere al libro que hoy presentamos, se da además una curiosa circunstancia: no aparece en ninguna de las recopilaciones bibliográficas que hemos consultado, en particular las dos más importantes sobre libros de homeopatía en lengua francesa, a saber, Bibliographie de l’homéopathie[2], de Claude Rozet, y Dictionnaire des auteurs d’ouvrages d’homéopathie en langue française[3], de Olivier Rabanes y Alain Sarembaud. Tampoco lo hemos encontrado en búsquedas realizadas a través de Internet en la Bibliothèque nationale de France y, desde ella, en el Catalogue collectif de France, ni en los más importantes portales de libros usados en Internet. A nuestro entender de amantes de los libros, esto añade atractivo a la presente publicación. Las estimaciones más optimistas calculan que la epidemia gripal de 1918 se cobró veinte millones de vidas humanas, aunque la mayoría de los autores cifran muchas más víctimas. En esas circunstancias, los médicos se ven enfrentados a una situación que, en muchos lugares, llega a ser dramática. Nebel, bacteriólogo práctico además de clínico, examina la sangre de algunos pacientes y lo que encuentra le sorprende: Laverania praecox[4], el agente de la malaria tropical. Si queremos entender el significado y las implicaciones de ese hallazgo, hemos de situarnos en el momento histórico. Corre el año 1918, y el doctor Nebel se esfuerza por descubrir la naturaleza de la epidemia que está asolando el mundo, y un tratamiento para combatirla. ¿Qué sabía entonces la ciencia sobre la gripe? En 1892, el microbiólogo alemán F. J. Pfeiffer había descubierto, en la garganta de algunos enfermos de gripe, un bacilo: el bacilo de Pfeiffer o Haemophilus influenzae. A partir de ese momento, este bacilo sería considerado como el agente causal de la enfermedad. A finales de los años 20, una cepa de virus de la gripe fue aislada en cerdos, pero hasta 1933 no sería identificado en humanos por Smith, Andrewes y Laidlaw. Así pues, en 1918, la gripe era oficialmente producida por una bacteria. Y he aquí que Nebel, al examinar la sangre de sus pacientes, encontró un protozoo. Más aún: en ninguno de aquellos enfermos pudo demostrar la presencia del bacilo de Pfeiffer. Por otra parte, la malaria, en la descripción de las autoridades médicas del momento, especialmente Marchoux al que Nebel cita extensamente, presenta un conjunto de síntomas semejantes a los de aquella epidemia de 1918, muy en particular la maligna fiebre biliosa hemoglobinúrica, que es una forma (o complicación) de la malaria tropical. Pero quedaba la cuestión del ciclo vital del parásito: la ciencia afirma que el único modo de transmisión de la malaria es a través del mosquito Anopheles. ¿Podría la ciencia estar equivocada en este punto? Aunque ése no fuera el caso, hemos de admitir, desde la perspectiva de Nebel, que ciertamente podría. La ciencia no es la sabiduría, sino un modo de buscarla. Así pues, el error le es tan consustancial como el acierto. Además, Nebel encuentra dos argumentos para sustentar su teoría: por una parte los experimentos patogenéticos del homeópata norteamericano Bowen, que casi un siglo antes hizo aspirar a sujetos voluntarios los gases emanados de unos frascos en los que se había macerado limo del fondo seco de un pantano de zona palúdica. Aquellas personas desarrollaron cuadros febriles semejantes a los de los enfermos de malaria. Esto parecía poner en cuestión el papel exclusivo del mosquito en la transmisión de la enfermedad. Pero Bowen no era el único: experimentadores posteriores como Salisbury, Hanon y Corfunt, Balestra y Schutz aportan testimonios que pueden apuntar en la misma dirección. Por otra parte, alega la afirmación de Eichhorst[5]: “A veces, esta enfermedad adquiere un carácter pandémico, y se extiende por zonas extensas de diversas partes de la Tierra, llegando a confines lejanos que, de otro modo, no resultarían afectados.” El tiempo vendría a quitarle la razón a Nebel del mismo modo que se la quitó a Pfeiffer; el tiempo y también el esfuerzo de otros científicos tan laboriosos como ellos. Y, aunque no podemos estar de acuerdo con las conclusiones de Nebel, a saber, que el Plasmodium falciparum fue el agente responsable de la gripe de 1918, o que la malaria se transmita (salvo inoculación directa) de otra forma que no sea siguiendo su ciclo natural, no dudamos por el contrario de la fiabilidad de sus observaciones. Por eso, nos atreveremos a arriesgar una hipótesis, aunque será necesario advertir al lector que, siendo el núcleo de la misma una reflexión sobre el contenido de la obra, sería más propia de un epílogo que de un prólogo. Nos gustaría, en primer lugar, citar el trabajo de revisión de Frontera, E.; Alcaide, M.; Reina, D. y Navarrete, I., de la Facultad de Veterinaria, Universidad de Extremadura, Infecciones mixtas: ¿Sinergia o antagonismo?, en Producción Animal (2004), 196, donde leemos: “Esta revisión, si bien no incluye todos los estudios sobre infecciones mixtas que se han realizado hasta el momento, intenta representar el mayor rango posible de interacciones entre agentes infecciosos y/o parasitarios que pueden afectar a un hospedador. Parece claro que las infecciones mixtas son la regla y no la excepción en condiciones naturales, y que infecciones por protozoos o por helmintos pueden modularse por la interacción con otras infecciones bacterianas, víricas, otros protozoos, helmintos, etcétera. (...) Por ello, quizás lo más importante a tener en cuenta es concienciarse de que estas interacciones existen y que nunca deben ser ignoradas.” Por otro lado, es un hecho reconocido que la mayor parte de las muertes por gripe se deben en realidad a infecciones concomitantes. En lo que concierne a la epidemia que nos ocupa, así lo recoge Beatriz Echeverri[6] de autores como Burnett o Kilburne: “Pero algunas autoridades médicas insisten en que el virus de 1918 no fue especialmente virulento, y prueba de ello fue la escasa gravedad de la mayor parte de los enfermos. Para ellos, la excesiva mortalidad que causó se debió sobre todo a epidemias bacterianas incluidas, por así decirlo, dentro de la pandemia de gripe”. Volviendo a las observaciones de Nebel, Massini[7] confirma la ausencia del bacilo de Pfeiffer “al principio de la pandemia de 1918 a 1920”. Y por lo que se refiere al plasmodio, aunque hubiera sido difícil que los bacteriólogos, los hematólogos y los clínicos pasasen por alto su presencia en la sangre de los enfermos, no lo es menos que tal investigación no se realizó de modo rutinario. O lo que es lo mismo: en general, los investigadores no confirman este dato pero tampoco lo descartan. Sin embargo, no deja de sorprender un hallazgo de lo más curioso que recoge Massini[8]: “En noviembre y diciembre de 1918, Angerer, Binder y Prell, sembrando en caldo glucosado sangre de enfermos y muertos de gripe, observaron corpúsculos diminutos que se teñían por el método Giemsa y el mordiente de Loeffer. Este corpúsculo, denominado enigmoplasma o Mikrozoon influenzae, por Binder y Prell, y Leschke, se extingue al cabo de pocas generaciones en los medios de cultivo”. El nombre de Mikrozoon autoriza a pensar que los investigadores consideraron que se trataba de un protozoo. Y no han sido los únicos. He aquí lo que leemos en Eichhorst[9]: “Las observaciones de Klebs (flagelados en la sangre) inducen a pensar si (…) pudiera ser cuestión, en la influenza, de protozoos específicos semejantes a los de la malaria.” ¿Es ese protozoo, y por extensión la Laverania que vio Nebel, el agente responsable de la gripe? Definitivamente, no. Sin embargo, tales observaciones deben tener algún significado. Massini[10] nos dice más adelante: “Una epizootia descrita por Shope en el estado de Iowa (Estados Unidos), la influenza porcina, presenta extraordinaria semejanza clínica con la gripe humana. Está bien probado que se debe a la infección simultánea por un virus y el bacilo hemófilo de la influenza porcina. La enfermedad determinante y transmisible es la enfermedad por virus, pero ésta es tan leve que transcurre ignorada si no se le presta especial atención. La asociación con el bacilo hemófilo provoca la epizootia grave, cuya mortalidad llega hasta el 10%. Según ha indicado Shope, en la gripe humana pueden muy bien existir asociaciones análogas.” Y es un hecho comprobado que existen, pues no sólo el hemófilo sino estafilococos, neumococos y otras bacterias complican frecuentemente el cuadro gripal. ¿Algún protozoo? En Hegler y Nauck[11] leemos: “... merecen citarse las complicaciones (del paludismo) con anquilostomiasis, tuberculosis, beriberi, cirrosis hepática y gripe. Esta última complicación acusa a menudo gran mortalidad”. Y en Massini[12]: “Es particularmente desfavorable cuando coincide la gripe con paludismo. La gripe puede determinar la reaparición de los accesos en el paludismo latente”. Durante la guerra de 1914 a 1918, se dieron muchos casos de paludismo; los mismos autores nos dicen: “... todos recordamos la última epidemia que siguió en Rusia a la guerra de 1914-18 (...) se presentaron unos 10 millones de casos de paludismo.” Y más adelante: “Hegler encontró, durante la guerra de 1914-18, que estaban contaminados de paludismo más del 60% de los niños en algunos barrios de Jerusalén”[13]. Y por otra parte: “El paludismo no confiere inmunidad absoluta. La mayoría de las veces se establece un estado de equilibrio entre el plasmodio y el organismo, que en cualquier momento puede interrumpirse, volviéndose manifiesta la enfermedad”[14]. Sin embargo, la idea de un paludismo latente se vio puesta en cuestión al hilo de las reclamaciones de indemnización de los excombatientes de la guerra de 1914-18. Debieron de ser muy numerosas, ya que para combatir esa epidemia de reclamaciones se recurrió a los mejores: “Todos los investigadores experimentados (C. Shilling, PÁG. Mühlens, Ziemann y otros) coinciden en que jamás se logró encontrar parásitos ni otros signos de paludismo latente en la sangre de tales individuos que percibían indemnización o aspiraban a ella después de 1922, ni siquiera tras de aplicar métodos de reactivación. Por consiguiente, si los combatientes de dicha guerra pretenden actualmente atribuir cualquier estado febril u otros trastornos al antiguo paludismo de la guerra todavía latente, se pueden rechazar de primera intención tales pretensiones”[15]. Como puede verse, las tribulaciones de aquellos que aspiran a una indemnización no son algo nuevo. Hegler y Nauck concluyen que: “En general, es de suponer que al cabo de dos años cesa el periodo de latencia del paludismo en personas que ya no viven en regiones palúdicas”[16]. Sea como fuere, es cosa segura que la guerra de 1914-18 contribuyó a la extensión del paludismo, y que en 1918 una buena parte de la población tenía en su sangre alguna forma de Laverania. ¿Es extraño pues que Nebel, al examinar la sangre de los pacientes en la pandemia de 1918, encontrase plasmodios? ¿No es razonable pensar que, durante la pandemia, un paludismo (latente) pudo ser reactivado al contraer los sujetos el virus de la gripe que, como es sabido, disminuye las defensas del organismo? Está confirmado que una asociación de gripe y paludismo resulta particularmente maligna. ¿No pudo dicha asociación estar presente en uno o en muchos de los casos atendidos y estudiados por Nebel? Por consiguiente, debemos admitir que es posible que la pandemia de 1918 presentara casos en los que la asociación de virus y plasmodio aportase una particular malignidad. Hemos visto, además, cómo Angerer, Binder, Prell, Leschke y Klebs observaron un protozoo en la sangre de enfermos y muertos de gripe en 1918. Es cierto, por el contrario, que otros autores no mencionan un hallazgo semejante. Pero no lo es menos, como ya hemos dicho, que posiblemente no lo investigaron. Y ciertamente no tenían por qué hacerlo: el ciclo del plasmodium ya era completamente conocido, y una pandemia de las características de la de 1918 no exigía la investigación del mismo en la sangre de los afectados. La cuestión más bien se centró en la presencia o no del Haemophilus influenzae en las secreciones de las vías respiratorias. Ése fue realmente el problema que ocupó a los investigadores de la gripe ese año y los siguientes: ¿es el bacilo de Pfeiffer el agente específico de la gripe?; ¿lo son otras bacterias o tal vez una compleja asociación de bacterias, que en su conjunto constituyen el “virus[17]” de la gripe? El paludismo era cosa sabida mientras la gripe era un enigma, entonces, ¿por qué relacionarlos a ambos? En noviembre de 1934, aparece en la revista L’homœopathie moderne[18], un breve artículo de Nebel titulado Considérations sur la grippe de ces trois dernières années, en el que leemos: “Yo relacioné la gripe española con la fiebre de invasión de la malaria tropical (...) con la llegada de los fríos del invierno, se manifestaron bronquitis con estertores fríos y neumonías del tipo Tartarus stibiatus. Yo había previsto esta evolución, ya en otoño, basándome en el estudio de los autores que conocen bien las manifestaciones de la malaria tropical, como se presenta a lo largo del Mississipi y sus afluentes[19].” Hacía un año que el virus de la gripe humana había sido aislado, y nos parece inverosímil que Nebel no lo supiese; sin embargo, no hace ninguna mención al mismo. No obstante, esto no tiene nada de extraño si tenemos en cuenta el desfase que suele existir entre la investigación de vanguardia y la práctica clínica; años después, el propio Gregorio Marañón[20] todavía no da por segura la etiología viral de la gripe: “Su germen productor es desconocido; se ha achacado a los bacilos de Pfeiffer, hemophilus influenzae, micrococcus catarralis, neumococo, estreptococos hemolíticos, estafilococcus aureus, ultravirus.” ¿Sigue Nebel, en 1934, considerando la malaria como agente etiológico de la gripe de 1918? Creemos que no. Para este momento, y tras el conocimiento de la (para él, posible o incluso probable) etiología viral de la enfermedad, su pensamiento se ha matizado. Al menos esa es la impresión que se tiene al leer, en el mismo artículo, lo que sigue: “De nuevo hemos tenido, durante los años siguientes, gripes mitigadas que ya no presentan el carácter de la gripe española sino el de las epidemias gripales anteriores, con excepción, sin embargo, de la epidemia de gripe que estaba en Suiza casi en estado esporádico, pero que causó muchas muertes en la armada de ocupación francesa, sobre todo en la región de Trèves, y al mismo tiempo entre la población civil inglesa. Esta epidemia debía su virulencia al estafilococo dorado”. Así pues, atribuye al estafilococo dorado, no la causa sino la virulencia de la epidemia. En las siguientes epidemias no volverá a encontrar el Plasmodium. ¿Podríamos añadir algo, al día de hoy, respecto del hallazgo de Nebel? Tan sólo una nota. He aquí lo que dice Juan Lubroth, de la división Producción y Salud Animal de la FAO, sobre la posible transmisión del virus de las aves silvestres a las de corral: “... para ese contagio es necesario un contacto muy cercano entre aves de criadero y animales salvajes, en particular en zonas de paludismo”[21]. Se refiere sin duda al paludismo de las aves. ¿Podría extrapolarse esa afirmación al contagio de la gripe aviar de las aves de corral a los humanos? En muchos de los lugares en los que ese contagio se ha producido más frecuentemente se dan las circunstancias del contacto muy cercano (entre aves de corral y sus cuidadores) y de la existencia de paludismo. Aventuremos, en un nivel estrictamente especulativo, que, de ser eso cierto, la infección concomitante sería, no sólo una enojosa complicación de la gripe, sino una condición, al menos parcial, para su contagio. Si Nebel no descubrió el agente causal de la gripe de 1918, descubrió a cambio algo más perentorio: un remedio para combatirla. Según el testimonio de los homeópatas de la época, Influenzinum hispanicum salvó miles de vidas. Curó a los enfermos con inusitada rapidez, y aquellos que lo usaron como preventivo, cuando enfermaron lo hicieron bajo formas benignas. Él mismo nos explica en este libro, ciertamente con algún circunloquio, cómo preparó el remedio: Eupatorium perfoliatum y sangre de moribundo. También nos detalla todos los recursos de que se valía en el tratamiento de la pandemia, y da consejos para la profilaxis de la misma. En cuanto a la terapéutica de las siguientes epidemias, seguimos leyendo en Considérations sur la grippe de ces trois dernières années: “Habiendo observado que mi remedio Influenzinum hispanicum, ligeramente modificado durante los años que siguieron a la gripe española, no tenía efecto o no actuaba ya tan bien como antes, hice investigaciones bacteriológicas y constaté, en parte en la sangre, en parte en las heces y en la orina, la presencia de una asociación microbiana. Se veía a menudo colibacilo y otro microbio en cuyo estudio no he profundizado (...) al que llamo E, y que es responsable de los vértigos y las perturbaciones de la memoria que se observan actualmente en el curso de la gripe y sus secuelas. Hice pues un complejo con el bacilo de Pfeiffer, el colibacilo y este último microbio, el Influenzinum I.C.E., preparación a la que opté por añadir Staphylococcus pyogenus albus, de dónde Influenzinum I.C.E.S[22].” Se está refiriendo a las epidemias de 1932 y 1933. La idea de inmunización contra los gérmenes concomitantes, responsables de la virulencia de la gripe, parece ser, pues, el leit motiv de Nebel. Concluimos de lo anterior: 1- Que Nebel realmente encontró plasmodium en la sangre de algunos de sus pacientes durante la pandemia de 1918. 2- Que consideró al plasmodium como la causa de la pandemia. Esto se vio reforzado por el hecho de no encontrar el bacilo de Pfeiffer (hasta ese momento causante oficial) en las secreciones de los enfermos, así como por las formas clínicas de algunos casos de gripe. 3- Que, puesto que la forma de transmisión del plasmodium no se correspondía con la forma de transmisión de la pandemia, supuso (y argumentó basándose en ciertos datos) que la malaria también podría transmitirse por el aire. 4- Que más tarde, tras descubrirse el virus de la gripe, dejó de atribuir la etiología de la misma a los microorganismos acompañantes en sucesivas epidemias, pero les siguió atribuyendo la virulencia. En función de estos microorganismos, modificó su medicamento Influenzinum, para adaptarlo a cada nueva circunstancia. Por lo que suponemos que: 5- Admitió (si bien no nos consta de manera explícita) que el plasmodio que había descubierto en 1918, contribuyó sensiblemente a la virulencia de la pandemia, aunque no fue la causa de la misma. Pero más allá de la discusión sobre los errores o los aciertos de Nebel a propósito del agente etiológico de la gripe o de los gérmenes concomitantes, nos interesa destacar la aventura de un médico que se atrevió a enfrentarse a solas con una enfermedad desconocida y mortal, y consiguió arrancarle, ya que no el secreto de su origen, sí un remedio para defender a los hombres contra ella, un remedio que demostró su eficacia y salvó miles de vidas. Para terminar, tan sólo añadiremos que Nebel también nos muestra en este libro, sobre los propios textos del médico de los arcanos, la raigambre paracelsiana de su teoría del drenaje lo que para el estudioso ha de tener sin duda un interés extraordinario. Siguiendo la declarada intención divulgadora de Editorial Mínima, hemos anotado a pie de página todos aquellos conceptos o nombres propios que, en nuestra opinión, pudieran resultar poco familiares para el lector profano. El especialista sabrá disculparnos por ello. El texto original, por su parte, sólo traía una nota al pie con referencia al epígrafe POLYTROPOS (pág. 51), que nos ha parecido más adecuado incluir como primer párrafo a continuación de dicho epígrafe. Queremos, además, expresar nuestro agradecimiento, in toto revoluto, a los amigos que nos han prestado generosamente su ayuda como consejeros, ¡mecanógrafos!, asesores y revisores de textos: Celia Larreta Zulategui, Matilde Rubín Córdoba, Dinah Morales Pérez, Juan Pablo Larreta Zulategui, Rocío Larreta Zulategui y Gabriel Martel Bravo.
Notas [1] 1870-1954. [2] Editions Boiron. France, 1984. [3] Editions Boiron. France, 2003. [4] Laverania es un género de protozoos parásitos creado por Grassi para el hematozoario productor de la malaria, descubierto en 1880 por Alphonse Laveran en cuyo honor recibe el nombre. Sinónimos: hemoameba, hematozoario de Laverán, Oscillaria malariae (Laveran), Plasmodium. [5] Eischhorst, Hermann. Médico alemán nacido en Konigsberg en 1849. Profesor extraordinario en Jena y Gotinga, y director de la clínica médica de Zurich. Autor de varias obras entre las que destaca Hanbuch der Speciellen Pathologie und Therapie, que conoció al menos seis ediciones en alemán y fue traducido a otros idiomas. Existe una versión española titulada Tratado de patología interna y terapéutica (Espasa, 1883). Nebel recoge esta obra en su “lista de obras consultadas” (ver pág. ). [6] La gripe española. La pandemia de 1918-1919. Siglo XXI. Madrid, 1993. Pág. 12. [7] Rudolf Massini. Gripe, en Bergman, Staehelin y col. Tratado de medicina interna. Labor. Barcelona, 1942. T. I, parte 1ª, pág. 236. [8] Loc. cit. [9] Hermann Eichhorst. Tratado de Patología interna y Terapéutica. Espasa. Barcelona, 1883. Tomo 4, pág. 332. Ignoramos si Nebel tuvo acceso a otras fuentes que hablasen de protozoos en la sangre de los enfermos de influenza, pero nos consta que conocía la obra de Eichhorst, ya que la cita en más de una ocasión. Es difícil entender la razón de que no mencione este hecho que habría reforzado su tesis sobre la naturaleza malárica de la gripe de 1918. [10] Op. cit., pág. 238. [11] Hegler y Nauck. Enfermedades Tropicales, en Bergman, Staehelin y col. Tratado de medicina interna. Labor. Barcelona, 1942. T. I, parte 2ª, pág. 1148. [12] Op. cit., pág. 269. [13] Hegler y Nauck. Op. cit., pág. 1173. [14] Hegler y Nauck. Op. cit., pág. 1173. [15] Hegler y Nauck. Op. cit., pág. 1185. [16] Loc. cit. [17] El término virus (tomado del latín, virus: zumo, ponzoña) se empleaba para designar, de modo general, el agente (invisible) contaminante o transmisor de las enfermedades contagiosas. En la actualidad tiene un significado más técnico, ceñido a la designación de un tipo específico de microorganismos. [18] Nº 18, págs. 543-545. [19] Pág. 543. [20] Manual de diagnóstico etiológico. Espasa Calpe. Madrid, 1943, pág. 972. (La obra fue escrita entre 1936 y 1942). [21] Tomado de ABC Digital. 29.6.2006. http://www.abc.com.py/especiales/gripeaviar/articulos.php?pid=234355 [22] Págs. 544-545.
Autor: Dr. Emilio Morales Prado
Prólogo del libro La gripe española, del Dr. Antoine Nebel, publicado por Editorial Mínima.

1 comentario:

Anónimo dijo...

No es el fondo, si no en la forma, donde va mi sugerencia dirigida,
la letra y el cuerpo del artículo es difícil de leer,
se hace denso y el tipo de letra, a mi juicio, no es el adecuado,
saludos