Mi idea de que las creencias controlan la biología está basada en los estudios que he realizado sobre células endoteliales clonadas, las células que forman la pared de los vasos sanguíneos. Las células endoteliales del medio de cultivo examinaban su entorno con detenimiento y cambiaban su comportamiento en función de la información que recaban del ambiente.
Cuando les suministraba nutrientes, las células se movían hacia esos nutrientes con el equivalente celular de unos brazos abiertos. Cuando las introducía en un ambiente tóxico, las células del cultivo se alejaban de los estímulos en un intento por protegerse de los agentes nocivos. Mi investigación se centraba en los receptores de membrana que controlan el paso de un comportamiento a otro.
El complejo que estudié en un principio tenía una proteína de membrana que reaccionaba a la histamina, una moléculaque el organismo utiliza corno sistema local de alarma.
Descubrí que había dos tipos de complejos, Hl y H2, que respondían a la misma molécula de histamina. Cuando se activaban, los complejos con receptores Hl desencadenaban una espuesta de protección, el tipo de comportamiento mostrado or las células con medios de cultivo tóxicos. Los complejos ue contenían receptores H2 desencadenaban una respuesta e crecimiento o desarrollo ante la presencia de histamina, imilar al comportamiento de las células en presencia de nutrientes.
Más tarde descubrí que la molécula que desencadena una respuesta de alerta general en el organismo, la adrenalina, también tenía dos complejos de receptores diferentes, llamados alfa y beta. Los receptores de adrenalina desencadenan exactamente los mismos comportamientos celulares que la histamina. Cuando el receptor alfa-adrenérgico forma parte de un complejo de PIM, desencadena una respuesta de protección en presencia de adrenalina. Cuando es el receptor beta-adrenérgico el que forma parte del complejo, la misma olécula de adrenalina desencadena una respuesta de crecimiento o desarrollo (Lipton, et al., 1992).
Todo esto resultaba muy interesante, pero el descubrimiento más excitante tuvo lugar cuando añadí adrenalina e histamina a la vez a mi cultivo celular.
Descubrí que las moléculas de adrenalina, que son liberadas por el sistema nervioso central, anulaban a las de histamina, que se producen a nivel local. Aquí es donde la política de la comunidad que describí con anterioridad entra en juego.
Imagina que trabajas en un banco. El director de la sucursal te da una orden. El presidente de la empresa aparece y te da una orden contraria. ¿A quién de los dos obedecerías? Si quieres conservar tu empleo, obedecerías al presidente de la empresa.
Nuestro sistema biológico sigue un sistema de prioridades similar que requiere que las células sigan las instrucciones del jefazo, el sistema nervioso, aun cuando sus órdenes entren en conflicto con los estímulos locales.
Me sentí entusiasmado ante semejante descubrimiento porque creí que revelaban, si bien a nivel unicelular, una verdad que también valía para los organismos multicelulares:
que la mente (actuando mediante la adrenalina liberada por el sistema nervioso central, por ejemplo) domina el cuerpo (que actúa en respuesta a estímulos locales, como la histamina). Quise explicar las implicaciones de mis experimentos por escrito, pero a mis colegas casi les dio un infarto ante la idea de incluir la conexión entre mente y cuerpo en un texto sobre biología celular. Así pues, hice un críptico comentario sobre el ignificado del estudio, pero no pude decir cuál era ese significado. Mis compañeros no querían que incluyera las conclusiones de mi investigación porque la mente no es un concepto biológico aceptado. Los científicos biológicos son newtonianos hasta la médula, si no hay materia, no existe. La «mente» es una energía no localizada y, por tanto, no tiene relevancia para la biología materialista. Por desgracia, esa idea es una «creencia» que ha demostrado ser manifiestamente errónea en el universo cuántico.
Placebos: el efecto de creer
Todos los estudiantes de medicina saben, al menos durante un tiempo, que la mente puede afectar al cuerpo. Saben que algunas personas mejoran cuando creen (de forma equivocada) que están recibiendo un tratamiento médico. Cuando los pacientes mejoran tras recibir una pastilla de azúcar, la medicina lo define como «efecto placebo». Mi amigo Rob Williams, creador del PSYCH-K™, un sistema de tratamiento fisiológico basado en la energía, sugiere que sería más apropiado denominarlo «efecto ideológico». Yo lo llamo «efecto de las creencias» para recalcar el hecho de que nuestras ideas y percepciones, sean acertadas o no, tienen su efecto en nuestro cuerpo y en nuestro comportamiento.
Celebro que exista el «efecto de las creencias», ya que es un testimonio extraordinario de la capacidad de sanación de la unión cuerpo-mente. No obstante, la medicina tradicional relaciona ese efecto placebo de «todo está en la mente» con curanderos, en el peor de los casos, y con pacientes débiles y sugestionables en el mejor. Las facultades médicas le han restado rápidamente importancia al efecto placebo a fin de que los estudiantes utilicen las verdaderas herramientas de la medicina moderna, como los fármacos y la cirugía.
Craso error. El efecto placebo debería ser un tema de estudio principal en todas las facultades de medicina. Creo que la educación médica debería formar doctores que reconocieran el poder de nuestros recursos interiores. Los médicos no deberían descartar el poder de la mente como algo inferior al poder de las sustancias químicas y el escalpelo.
Deberían desechar la convicción de que el cuerpo y sus componentes son estúpidos y de que necesitamos una intervención externa para conservar la salud.
La investigación del efecto placebo debería recibir importantes subvenciones. Si los investigadores médicos llegaran a averiguar cómo hacer uso del efecto placebo, los doctores dispondrían de una herramienta basada en la energía y sin efectos secundarios para tratar una enfermedad. Los sanadores energéticos dicen que ya poseen dichas herramientas, pero yo soy un científico y creo que cuanto más descubra la ciencia sobre el placebo, más oportunidades tendremos de utilizarlo en las instalaciones clínicas.
Creo que la razón de que la mente haya sido tan tajantemente descartada en medicina es el resultado, no sólo de su pensamiento dogmático, sino también de las consideraciones económicas. Si el poder de la mente puede curar las enfermedades del cuerpo, ¿por qué íbamos a ir al médico? Y más importante aún, ¿para qué íbamos a comprar medicamentos?
De hecho, descubrí hace poco que, por desgrada, las compañías farmacéuticas están estudiando a los pacientes que mejoran tras la administración de pfldoras de azúcar con la intención de eliminarlos de los ensayos clínicos iniciales. Como era de esperar, a la gran industria farmacéutica le molesta que en la mayoría de sus ensayos clínicos con placebos, los fármacos «falsos» demuestren ser tan efectivos como sus combinados químicos diseñados por ingenieros (Greenberg, 2003). Aunque las compañías farmacéuticas insisten en que su objetivo no es facilitar que se aprueben fármacos ineficaces, está claro que la eficacia de las pildoras de placebo supone una amenaza para su industria. El mensaje de las compañías farmacéuticas me parece de lo más evidente: si no puedes vencer a las pildoras de placebo, ¡limítate a eliminarlas de la competición!
Resulta irónico que a casi ningún médico se le enseñe a tener en cuenta el impacto del efecto placebo, ya que muchos historiadores dan pruebas fehacientes de que la historia de la medicina es en su mayor parte la historia del efecto placebo.
Durante la mayor parte de su historia, los médicos no disponían de métodos eficaces para combatir la enfermedad.
Algunos de los más famosos tratamientos prescritos por la medicina tradicional son las sangrías/ el tratamiento de heridas con arsénico y la legendaria panacea del aceite de serpiente de cascabel. Está claro que algunos pacientes/ los mismos que las estadísticas conservadoras cuentan entre el tercio de la población sensible al poder curativo del efecto placebo, mejorarían con esos tratamientos. Es posible que hoy en día, cuando los médicos se ponen sus batas blancas y aplican con decisión un tratamiento, los pacientes crean que el tratamiento funciona y por eso lo hacen, sea un verdadero fármaco o una pastilla de azúcar.
Aunque la cuestión de cómo funcionan los placebos haya sido obviada por la mayor parte de la profesión médica, recientemente algunos investigadores se han propuesto descubrirlo. Los resultados de sus estudios sugieren que no sólo los excéntricos tratamientos del siglo xix pueden provocar un efecto placebo, sino también los sofisticados métodos tecnológicos de la medicina moderna, entre los que se incluye la más «sólida» de las herramientas médicas, la cirugía.
Un estudio de la Facultad Médica de Baylor publicado en 2002 en la revista New England Journal of Medicine, evaluó la eficacia de la cirugía en pacientes con dolores graves y debilitantes de rodilla (Moseley, et al., 2002). El autor principal del estudio, el doctor Bruce Moseley, «sabía» que la cirugía de rodilla ayudaba a estos pacientes: «Todo buen cirujano sabe que en la cirugía no existe el efecto placebo».
Sin embargo, Moseley estaba tratando de averiguar qué parte de la cirugía provocaba la mejora en los pacientes. Los pacientes del estudio estaban divididos en tres grupos.
Moseley rebajó el cartílago dañado en uno de los grupos. En otro, limpió la articulación de la rodilla para eliminar cualquier material que pudiera estar causando la respuesta inflamatoria. Ambos tratamientos constituyen el tratamiento estándar de la artritis de rodilla. El tercer grupo recibió una «falsa» cirugía. Una vez que el paciente estaba sedado, Moseley hacía las tres incisiones de rigor y después hablaba y actuaba como solía hacerlo durante las intervenciones quirúrgicas reales.
Incluso metía las manos en suero salino para imitar el ruido producido al limpiar la articulación. Tras cuarenta minutos, Moseley cosía las incisiones como si de verdad hubiera llevado a cabo la operación. En los tres grupos se administraron los mismos cuidados posoperatorios, que incluían un programa de ejercicios.
Los resultados fueron sorprendentes. Sí, los grupos que se sometieron a una cirugía real, mejoraron, tal y como era de esperar. Pero ¡el grupo placebo mejoró tanto como los otros dos! A pesar de que se llevan a cabo seiscientas cincuenta mil operaciones de rodilla al año para mejorar la artritis, con un coste medio de unos cinco mil dólares cada una, el doctor Moseley tenía bastante claro el resultado: «Mi habilidad como
cirujano no supuso beneficio alguno en esos pacientes. Cualquier posible beneficio de la cirugía para la osteoartritis de rodilla se debió al efecto placebo». Los noticiarios de televisión ilustraron con todo detalle los asombrosos resultados.
Se mostraron imágenes de los miembros del grupo placebo andando y jugando al baloncesto, haciendo de pronto cosas que no podían hacer antes de la «cirugía». Los pacientes del grupo placebo no descubrieron que habían recibido una falsa cirugía hasta dos años después. Uno de los miembros del grupo placebo, Tim Pérez, que caminaba con la ayuda de un bastón antes de la operación, juega al baloncesto con sus nietos en la actualidad. Este hombre resumió el tema de mi libro cuando habló para el Discovery Health Channel: «Todo es posible en este mundo cuando te convences de ello. Sé que la mente puede obrar milagros».
Diferentes estudios han demostrado que el efecto placebo puede ser de lo más útil en el tratamiento de otras enfermedades, entre las que se incluyen el asma y la enfermedad de Parkinson. Los placebos son verdaderas estrellas en el tratamiento de la depresión. Tanto es así que el psiquiatra Walter Brown, de la Escuela Universitaria de Medicina de Brown, ha llegado a proponer que los placebos sean el tratamiento principal de los pacientes con casos de depresión leve o moderada (Brown, 1998). Se informaría a los pacientes de que están tomando un remedio sin principios activos, pero eso no debería disminuir la eficacia de las pastillas. Los estudios sugieren que incluso en los casos en los que los pacientes saben que no están tomando un fármaco, las pastillas de placebo siguen funcionando.
Uno de los indicios de la eficacia de los placebos aparece en un informe del Departamento de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos. El informe revela que la mitad de los pacientes con depresión grave que toman fármacos mejora, frente al treinta y dos por ciento de los que toman placebo (Horgan, 1999). Incluso esas impresionantes cifras pueden infravalorar el poder del efecto placebo, ya que muchos de los participantes en el estudio averiguaron que estaban tomando el fármaco auténtico porque experimentaron efectos secundarios que no sufrían los que tomaban el placebo.
Una vez que esos pacientes se dan cuenta de que están tomando el medicamento (es decir, una vez que comienzan a creer que toman el verdadero fármaco) se vuelven especialmente susceptibles al efecto placebo.
Dada la eficacia del placebo, no es de extrañar que la industria de los antidepresivos, que gana alrededor de ocho mil doscientos millones de dólares al año, sufra el ataque de los críticos que afirman que las compañías farmacéuticas exageran la eficacia de sus comprimidos. En 2002, en un artículo de la revista Prevention & Treatment de la Asociación Psicológica Norteamericana titulado Las nuevas drogas del emperador, el profesor de Psicología de la Universidad de Connecticut, Irving Kirsch, reveló que el ochenta por ciento de los efectos de los antidepresivos descubiertos en los ensayos clínicos podían atribuirse al efecto placebo (Kirsch, et al., 2002). Kirsch se vio obligado a recurrir a la Ley de Libertad de Información en 2001 para reunir información sobre los ensayos clínicos de los principales antidepresivos, ya que estosdatos no estaban disponibles en el departamento correspondiente del Departamento de Salud y Recursos Humanos. Los datos revelaban que en más de la mitad de los ensayos clínicos de los seis antidepresivos principales, los fármacos no obtenían mejores resultados que las pildoras de placebo fabricadas con azúcar. Y Kirsch resaltó en una entrevista en el Discovery Health Channel que: «La diferencia entre la respuesta a los fármacos y la del placebo era de menos de dos puntos de media en la escala clínica que va desde los cincuenta a los sesenta puntos. Eso es una diferencia muy pequeña. Es una diferencia clínicamente irrelevante».
Otro hecho interesante sobre la efectividad de los antidepresivos es que han mejorado su eficacia en los ensayos clínicos con el paso de los años, lo que sugiere que el efecto placebo es debido en parte a una avispada publicidad. Cuanto más se proclama en los medios el milagroso efecto de los antidepresivos, más eficaces se vuelven. ¡Las creencias son contagiosas!
Vivimos en una cultura en la que la gente cree que los antidepresivos funcionan, así que lo hacen.
Una diseñadora de interiores de California, Janis Schonfeid, que tomó parte en un ensayo clínico para demostrar la eficacia de Effexor en 1997, se quedó tan «asombrada» como Pérez al descubrir que había estado tomando un placebo. Las pildoras no sólo le habían mejorado la depresión que padecía desde hacía casi cuarenta años, sino que el escáner que le hicieron durante el estudio reveló que la actividad de su corteza prefrontal había aumentado de forma considerable (Leuchter, et al., 2002). Su mejora no era en absoluto algo que estuviera «sólo en su mente». Cuando la mente cambia, afecta por completo a tu biología. Schonfeid también experimentó náuseas, un efecto secundario frecuente cuando se toma Effexor. Ella es una de esos típicos pacientes que mejoran con el tratamiento placebo y después descubren que no estaban tomando el fármaco; estaba convencida de que los médicos habían cometido un error en el etiquetado, porque «sabía» que estaba tomando el fármaco. Insistió en que los investigadores volvieran a comprobar sus informes para estar absolutamente seguros de que no estaba tomando el medicamento.
Autor: Dr. Bruce H. Lipton
Extracto del libro "La Biología de la creencia".
Fuente: http://disiciencia.blogspot.com/2010/09/placebo-el-efecto-de-creer.html
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