La generatio aequivoca, generatio spontanea o abiogénesis
La producción de seres vivos independientemente de otros ya existentes, sea de materiales inorgánicos (autogonia), sea de substancia orgánica (plasmogonia) era una creencia admitida desde tiempo inmemorial por todas las culturas. Yace aquí un conocimiento experiencial erróneo basado en el principio post hoc, ergo propter hoc. En el antiguo Egipto, se pensaba que gusanos, ranas, sapos, ratones y otros animales, nacían por generación espontánea (GE desde ahora). Así nos lo cuenta Ovidio (43 a. C. – 18 d. C.) en sus Metarmosfosis: “cuando la corriente de siete bocas del Nilo se retira de los húmedos campos y vuelve a su antiguo lecho y cuando se caldea el reciente pantano ante la faz del Éter, el labrador encuentra, entre terrones vueltos, numerosos bichos y ve a muchos de ellos justo en sus principios, en el tiempo en el que precisamente nacen... pues cuando la humedad y el calor alcanzan su mezcla precisa, se genera el fruto y todo proviene de ambos”. La antigua india del siglo VI antes de Cristo también aceptaba el argumento empírico de la GE para determinados grupos de animales. En la antigua China se creía que en los renuevos del bambú nacen pulgones si la atmósfera es cálida y húmeda.
Aristóteles de Estagira (384-322 a. C.) será el que canonice, legitime científicamente, al dotarla de una explicación racional, esta doctrina de la GE. Lo que provocará que sea aceptada más o menos pacíficamente hasta el último tercio del siglo XIX. En efecto, en su tratado de zoología general Historia animalium (en torno al 340 a.C.) dice que “algunos animales tienen una generación espontánea y no proceden de congéneres; y de estos últimos algunos nacen de tierra en putrefacción o de plantas, como es elc aso de muchos insectos; en cambio, otros nacen en el interior mismo de animales a partir de residuos que se forman en los órganos”. Habla de la GE de piojos, pulgas, algunos insectos, algunos peces y los saltamontes. Y en su tratado de embriología De generatione animalium (en torno al 355 a.C.) tratará de fundamentar científicamente la GE. Explica que “todos los que se forman de este modo (GE), tanto en tierra como en agua, se generan aparentemente en medio de un proceso de putrefacción y mezcla de agua de lluvia. Al separarse la parte dulce para la formación del principio que se está constituyendo, el resto se pudre. No se genera nada de la putrefacción sino de la cocción. La putrefacción y lo podrido son un residuo de lo cocido... los animales y las plantas nacen en la tierra y en el agua porque en la tierra existe agua, en el agua soplo vital, y en todo éste hay calor anímico, de forma que en cierto modo todo está lleno de alma”. En otras palabras, para Aristóteles en la GE se dan los mismos elementos que en la generación del embrión por otros tipos de reproducción: el calor vital y la humedad.
El panfisismo y panvitalismo de Teofrasto de Hohenheim (1493-1541)
Todo vive en el universo de Teofrasto: viven los metales, los elementos, los astros, los animales, las plantas, las ideas, las imaginaciones y las enfermedades. Todo es natural -también las enfermedades-; para Hohenheim no hay realidades preternaturales o contranaturales -patológicas- como dirían los galenistas. El mundo entero es un gran organismo de seres vivientes. Así, dirá que “no hay nada que no tenga oculta en sí una vida y no viva” (Lessing, Paracelsus...). Todo goza de una profunda entidad dinámica, todo son fuerzas que interactúan mutuamente, no hay nada estático. Se cumple a la letra en Hohenheim la famosa expresión de Heráclito:
πανια ρει ως ποταμος (todo fluye como un río). Existe una íntima comunión y simpatía en todo lo creado, entre el cielo y la tierra.
El hombre será un petit tout dentro de ese grand tout que es el Universo. Se da en Paracelso la clásica tensión macrocosmos-microcosmos. Nos explicará que “nada hay en el cielo ni en la tierra que no esté en el hombre. Dios, que está en el cielo, está en el hombre” (Lessing, Paracelsus...). El hombre como microcosmos será el correlato dinámico y operativo del Universo como macrocosmos. Esta simpática correspondencia entre ambos, entre el cielo y la tierra, le hará asumir el conocido lema astrológico: como arriba, así abajo. En efecto, a cada planeta le corresponde un órgano del hombre. Nos dirá Teofrasto que en el hombre se encuentran contenidos todos los astros: el sol (corazón), la luna (el cerebro), Saturno (el bazo), Júpiter (el hígado), Marte (la bilis), Venus (los riñones) y Mercurio (los pulmones). De esta forma el estado ocasional y circunstancias de cada uno de estos planetas influirá en cada uno de los órganos respectivos y viceversa. Así, nos dirá que “el pulso reacciona al firmamento; sometido a las leyes fisiológicas del cuerpo humano hállase también el curso de los planetas; las montañas están construidas según principios anatómicos; el aliento sopla en el viento y durante el terremoto está la tierra enferma de fiebre” (Paragranum). De este modo, no sólo puede enfermar el hombre, sino los planetas, la tierra, los metales, etc.
La sistematización del panvitalismo paracélsico de Johann Baptista van Helmont (1578-1644)
Para el gran discípulo de Paracelso, la materia de la naturaleza creada no alcanzaría plena realidad si la operación de las fuerzas configuradoras o seminales que constituyen y determinan el proceso vital del universo y sus partes. Queda claro que, con la obra de van Helmont, el primitivo y bullante panvitalismo de Paracelso ha conmenzado a ganar sin desvirtuarse en lo esencial, cierto orden más racional y científico. Un paso más, y este panvitalismo dejará de serlo y se convertirá en V stricto sensu y en iatroquímica.
La iatroquímica vitalista de Thomas Willis (1621-1675)
Este autor inglés publicó en 1672 un libro sobre el alma animal o alma sensitiva del hombre (De anima brutorum). Aunque parezca un libro teórico y especulativo, trató de apoyarse en investigaciones realizadas en varias especies animales, con contribuciones muy maduras sobre anatomía comparada. Para Willis el alma animal era la parte más sutil o ígnea de la sangre y de los espíritus animales, de la que dependen las sensaciones, los movimientos y los impulsos. Por el contrario, el juicio y raciocinio son facultades del alma racional exclusivas del hombre y de carácter inmaterial frente al carácter material del alma sensitiva. En este esquema parece evidente la influencia de van Helmont. La iatroquímica desplaza las ideas mecanicistas del alma animal y deriva en una especie de vitalismo (V en adelante) que acabará desembocando más tarde en el animismo (A a partir de ahora) de Stahl (S desde ahora).
Concepto moderno de vitalismo
La postura conocida en biología como vitalismo (V en adelante) (se inició formalmente a fines del siglo XVII y principios del XVIII con el nombre de animismo (A desde ahora) en la ciudad alemana de Halle. Se padre fue Georg Ernst Stahl (1639-1734), un médico educado en el seno de una familia pietista. El A de S surgió como alternativa a las teorías en boga en su época, la iatromecánica y la iatroquímica, que eran incapaces de explicar esas dos maravillosas propiedades del cuerpo humano: si conservación y su autorregulación. En lugar de admitir que había muchas cosas en la naturaleza que no podían explicarse con los conocimientos de su época (lo que hoy sigue siendo cierto), S optó por la solución más socorrida en toda la historia: se inventó una explicación ad hoc. Naturalmente, S no inventó el anima sino que la utilizó para explicar todo lo que la medicina y la biología de su tiempo no podían explicar.
En el sistema de S, el anima se transforma en el principio supremo que imparte vida a la materia muerta, participa en la concepción (tanto del lado paterno como del materno), genera la cuerpo humano como su residencia y lo protege contra la desintegración, que solamente ocurre cuando el anima lo abandona y se produce la muerte. El anima actúa en el organismo a través de movimientos, no siempre mecánicos y visibles sino todo lo contrario, invisibles y conceptuales, pero de todos modos responsables de un tono específico e indispensable para la salud. Como ocurre con la mayoría de estos esquemas imaginarios, el A contesta todas las preguntas, aclara todas las dudas y resuelve todos los problemas.
S tuvo muchos seguidores, tanto en Alemania como en el resto de Europa, pero especialmente en Francia, en la llamada Escuela de Montpellier. François Sauvages de la Croix (1706-1767), se graduó de médico en Montpellier en 1726, donde adquirió la filiación iatromecánica tradicional. Después de estudiar las obras de Stahl, reconoció la existencia de “un principio vital de los movimientos, superior a los mecanismos ordinarios”, que proviene de un motor, el anima, que además determina la conservación del individuo. Theophile de Bordeau (1722-1776), se graduó de médico en Montpellier en 1744 y posteriormente se estableció en París. Su idea central era la existencia de una comunidad de órganos íntimamente asociados entre sí en el cuerpo humano, cada uno con vida individual, posición específica y función definida, cuya suma constituye la vida general del organismo.
En Montpellier fue donde a fines del siglo XVIII el A de S cambió de nombre (pero no de espíritu) bajo el impacto de las ideas de Paul Joseph Barthez (1734-1806) (B desde ahora), que fueron bautizadas como V. B fue un niño prodigio, que a los diez años de edad fue invitado por sus profesores a abandonar la escuela porque ya sabía más que ellos; entonces estudió primero teología y después medicina, fue médico militar y editor del Journal de Savants, profesor de botánica y medicina en Montpellier a los 27 años; substituyendo después la medicina por las leyes y luego éstas por la filosofía. Pronto B alcanzó el rectorado de la Universidad de Montpellier, pero debido a su afinidad con el Ancient Régime, no se ganó la simpatía con el Emperador y sólo volvió a la vida pública, como médico de Napoleón, cuando ya nada más le quedaban cuatro años de vida.
B atribuyó la causa de la actividad vital, en los tres reinos (vegetal, animal y humano), a una substancia completa, de naturaleza inmaterial, distinto de la mente y dotado de movimientos y sensibilidad, que es responsable de los fenómenos de la vida del cuerpo humano, llamada a veces arké (principio), a veces principio vital o soplo vital. La relación de este principio con la conciencia no es clara, pero está distribuido en todas partes del organismo humano, así como en animales y hasta en plantas; lo que es incontrovertible es su participación definitiva en todos aquellos aspectos de la vida que muestran alguna forma de programa o comportamiento dirigido a metas predeterminadas. Este principio vital no informa la materia, pero sí dirige y ordena, de una manera extrínseca, las operaciones de la vida. Según esta doctrina, habría que admitir que el principio vital, inmaterial, capta las energías físico-químicas, hace mover las moléculas y los átomos, transforma la materia y la vitaliza. B es importante porque su V es mucho más biológico que trascendental (esto es, más biológico que filosófico); en sus escritos se encuentra el germen de uno de los reductos contemporáneos del V, cuyo postulado fundamental es que la vida es irreductible a dimensiones puramente físicas o químicas.
B murió en 1806, dejando las bases del V bien fundadas, por lo que deben clasificarse los seguidores del V contemporáneo como stahlianos y basthesianos. La diferencia principal entre ambos grupos es sencilla: para S, el anima tiene su origen y su destino en la divinidad; para B, el principio vital se extingue con la muerte del individuo. Sin embargo, tales posturas representan una solución suficiente a la incertidumbre, una salida para la ignorancia, una explicación de lo desconocido.
Otro vitalista famoso de fines del siglo XVIII fue Marie François Xavier Bichat (B a partir de ahora) (1771-1802). Nació en Thoisette-en-Bas y estudió en Lyon y en París, en esta última ciudad bajo la protección de Desault, el famoso cirujano. Como murió antes de los 31 años de edad, sólo pudo trabajar unos cuatro años, pero lo hizo con tal intensidad y originalidad que en 1800 publicó dos libros, Traité des membranes y Recherches physiologiques sur la vie e la mort, mientras que otros dos, Anatomie génerale y los primeros tomos de su Anatomie descriptive aparecieron póstumamente. Para B las propiedades de sensibilidad y contractilidad, ocurren en las dos formas genéricas de vida que distingue B, la orgánica y la animal. En su libro Recherches..., la primera parte está dedicada a una discusión de las diferencias entre las vidas orgánica y animal y la forma como se manifiestan las dos propiedades vitales mencionadas. B pensaba que era mediante el estudio de las alteraciones en las propiedades vitales de tejidos específicos que deberían entenderse la enfermedad y los mecanismos de acción de las drogas, y que las alteraciones anatómicas observadas en las autopsias de los pacientes estudiados deberían correlacionarse no con los síntomas sino con los cambios de las propiedades vitales de los tejidos afectados.
En realidad, el V de B ya no guarda más que un parentesco muy remoto con el A de S; se parece más a ciertas posturas antirreduccionistas contemporáneas, cuyo argumento central es la irreductibilidad de la vida a las leyes de la física y de química.
El V cobró nueva fuerza merced a aquellas doctrinas científico-filosóficas surgidas en el siglo XIX en oposición al mecanicismo (M en adelante) y a su pretensión de reducir los fenómenos vitales a los inorgánicos, con la intención de afirmar y defender la especificidad irreductible de lo biológico; y también gracias a las filosofías de la vida, en relación con aquellos autores que, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, y con la intención de oponerse al racionalismo y al idealismo, han querido afirmar la peculiaridad y singularidad del vivir, y su irreductibilidad a la mera razón, postulando para eso una oposición entre razón y vida.
Ambas doctrinas, aunque las separemos aquí pedagógicamente, esto es un V más bien biológico y otro de un cuño más filosófico, tienen en común la afirmación del carácter específico de lo vital, y, en realidad, ambas luchan contra la misma realidad: el riesgo de reducir lo vital a lo inorgánico, a meros mecanismos, a productos de una hipertrofia de la razón o de las ideas, que al fin y la postre conducen al M biológico y, por ende antropológico y también al positivismo (P desde ahora). El V se sitúa al nivel de la filosofía de la naturaleza, esto es, fisiología, de la psicología, del organicismo aristotélico, de la metafísica, de la antropología y de la ética. Por eso, el V es en realidad un sistema de vida, una cosmovisión, una visión del mundo, lo que conlleva no sólo a una forma de entender la vida, es decir un sistema biológico, médico o terapéutico, sino una forma de vida, un modus vivendi. Esto es, el V lo deberá abarcar todo, tanto en el médico como en el enfermo.
El vitalismo homeopático de Hahnemann (1755-1843)
Es de todos harto sabido que el creador de la homeopatía, Samuel Friedrich Christian Hahnemann (H desde ahora), como buen vitalista, en modo alguno pretendía un mero sistema terapéutico, y ni siquiera un sistema médico, sino un sistema vital, toda una forma de vida, un auténtico modus vivendi, como hemos señalado antes para el V en general. Esto es, está integrado por una antropología, una nosología y una terapéutica. Su antropología es vitalista, insistimos: en el hombre opera una fuerza vital superior a las de la naturaleza inanimada e inaccesible a los sentidos. A las perturbaciones de ella serían en definitiva atribuibles las enfermedades; razón por la cual el conocimiento de las alteraciones anatomopatológicas no poseería gran valor a los ojos de H. Las enfermedades, en fin, pueden ser agudas y crónicas, y estas últimas consistirían en la acción conjunta o separada de tres afecciones morbosas fundamentales: psora, sífilis y sicosis.
En su consideración de tratamiento, H parte de estas dos tesis: la vis naturae medicatrix no es por sí misma suficiente para curar una enfermedad; las enfermedades sólo se curan cuando son destruidas por otras análogas y más intensas, similia similibus curantur. Si la quina cura las fiebres, es porque ella misma produce fiebre en el hombre sano. Sobre estas ideas generales descansan las dos grandes reglas de H: a) mediante sus fármacos, el médico debe producir una enfermedad iatrogénica o medicamentosa semejante a la enfermedad patológica o primitiva; b) la enfermedad iatrogénica o medicamentosa será tanto más gobernable, cuanto menor sea la cantidad del fármaco empleado para producirla.
El V de H representa ciertas intuiciones geniales como la similia similibus, la experimentación medicamentosa en el hombre sano; y sus consecuencias, como la vacunación preventiva y la malarioterapia.
El vitalismo contemporáneo
Imperante en diversos ambientes científicos del siglo XIX, el M (Virchow, Haeckel, Le Dantec, etc.) consideraba los fenómenos biológicos susceptibles de ser reducidos o referidos a fenómenos físico-químicos, y afirmaba que las diferentes actividades vitales se pueden explicar adecuadamente, una por una, en función de las propiedades de la materia inorgánica. El M halla muchas dificultades en su camino; no sólo de orden filosófico, sino científico-experimental: el intento de reducir los fenómenos vitales a los simples mecanismos físico-químicos, o de encontrar paralelismos estructurales, no alcanzaron los resultados esperados. La perfección de los mecanismos vitales, la diversidad y complejidad de los fenómenos biológicos tan maravillosamente combinados, requerían una explicación que ni el mecanicismo ni el principio del azar podían ofrecer. Ello favoreció el desarrollo de las teorías vitalistas en el campo de las ciencias biológicas, para difundirse luego en el de la psicología teórica y experimental y el de la filosofía pura, creando importantes escuelas y corrientes filosóficas, especialmente en Francia y Alemania.
Otros científicos y pensadores fueron más allá de esas posiciones, mencionadas más arriba (S y B), considerando que la actividad vital no puede explicarse como resultado de la intervención de un principio inmaterial, exterior al cuerpo biológico, viniendo así a afirmar que no queda más que recurrir a la teoría de la unión intrínseca de un principio material y de un principio formal. De este modo acaban estableciendo un parentesco entre su doctrina y la de Aristóteles (hileformismo). Es el caso de Cuénot, Buytendijk y Driesch.
Hans Drriesch (1867-1941), originariamente zoólogo y discípulo de Haeckel, adoptó al principio, como la mayoría de sus condiscípulos, la tesis del evolucionismo mecanicista, del cual luego se separó para inclinarse cada vez más hacia un V biológico de tipo espiritualista. Escribió varios libros: los más importantes son Der Vitalismus als Geschichte und als Lehre (1905); Leib und Seelz (1916); Die Uberwindung des Materialismus (1935); Metaphysik (1924). Ha abordado numerosos temas biológicos y filosóficos, pero su tema central es la fundamentación y defensa de la peculiaridad de lo vital frente a la interpretación mecanicista de la vida. Su punto de partida lo constituye una serie de experimentos científicos en torno al problema de las estructuras vitales y los mecanismos biológicos; especialmente famosas fueron las experiencias que realizó con huevos de erizo de mar. “Si a un huevo de erizo de mar, en la primera fase de segmentación, se le divide según el plano de separación de sus blastómeras, no muere sino que cada parte continúa viviendo, siendo cada una, en más pequeño, un verdadero erizo de mar”. Todo ello muestra -concluye- que los principios actuantes aquí y en lo puramente cuantitativo son distintos; si se divide una máquina, no salen de sus partes otras tantas máquinas semejantes. Las leyes lógicas dicen que una parte no puede ser igual al todo, pero en el ejemplo citado, una parte del erizo se desarrolla de nuevo originando un erizo de mar entero. Por consiguiente, tiene que haber un factor de trabajo que nombre del todo y que dirige el proceso biológico. De otra parte en el ser viviente, “a través de una constante renovación de la materia, subsiste la forma del viviente, se ajusta y reajusta según sus necesidades y circunstancias; incluso se repone de sus pérdidas”. A este factor o principio lo designó con un término acuñado por Aristóteles. Pero el sentido que le atribuye a ese término Driesch es algo distinto del original: se trata de un principio que encierra en sí la causalidad de la totalidad. El viviente, en su proceso de ontogénesis, afirma Driesch, “se hace” prospectivamente apuntando al resultado del desarrollo, o sea, en función de una finalidad. Al mundo de los sistemas físico-químicos y de los esquemas mecanicistas opone Driesch, para el reino de la vida, su concepción teológica de totalidades. Vida es, para él, “tendencia de una totalidad en devenir y un conservarse”.
Esta corriente propugnada por Driesch tiene muchos puntos en común con lo que defiende Bergson (1859-1941). Éste, desde sus primeros escritos toma posición contra las corrientes mecanicistas y deterministas de su tiempo, y construye su concepción filosófica sobre la afirmación de lo vital. “La filosofía ha de ser una psicología que se prolonga en metafísica”; o sea, un conocimiento intuitivo de la interioridad del hombre, de lo esencial, de su ser que es vida, conciencia, libertad y espontaneidad. La “evolución creadora” que es esencialmente durée consiste en un continuo fluir. El entendimiento, con sus conceptos esquemáticos, uniformes, inmóviles, es incapaz de captarla. Sólo una “experiencia total” nos permite penetrarla y conocerla; esta experiencia es la intuición, es decir “una visión que no se distingue apenas del objeto visto”, un “conocimiento que es contacto o incluso coincidencia”. La intuición es el único modo de tomar conocimiento de la conciencia, o sea del ser, pues “todo ser es conciencia” en el sentido amplio de la palabra, en cuanto vida, vivencia, duración, libertad, energía creadora, impulso. Élan vital dice Bergson: “núcleo y alma de todo ser del mundo”. La vida “aparece como una onda infinita proyectada sobre la totalidad del mundo”, pero sólo en el hombre llega ella a encontrar el camino, un camino despejado, hacia la última expresión del movimiento de la vida: la conciencia. El V espiritualista de Bergson rechaza toda teoría determinista y evolucionista de “la decadencia darviniana” (todo intento de explicar la aparición de las nuevas formas orgánicas sin más factores que “una acumulación y variación mecánica” lo considera Bergson como esfuerzo fracasado).
Conclusión
Tanto el A del siglo XVIII como el V del XIX son puramente históricos, pero, en cuanto fenómenos humanos, no pueden ser ignorados dentro del desarrollo de la ciencia en estos principios del siglo XXI. Sus pleitos correspondientes con el M y el P, junto con su lucha actual con el reduccionismo, suponen realidades históricas cuya conciencia no sólo nos instruye sino que además nos enriquece.
Pero, “hay muchas más cosas en el cielo y en la tierra de las que enseña tu filosofía” (Shakespeare); y en cuanto médico y profesor de Historia de la Medicina y, por tanto, de Historia del Pensamiento Médico, defiendo, no el vitalismo clásico que hemos visto, sino un V que podríamos llamar personalista, que considere de modo integral, enterizo, globalizante, la realidad profundamente vital y personal del enfermo. El enfermo no es un mecanismo conjuntado sino una persona sistemáticamente integrada en su vida irrepetible e indivisible de ser humano. Esto es lo que el V hoy puede enseñarnos: si el médico muestra una mirada vitalmente personalista al enfermo, mejorará la medicina toda, pues su núcleo clave, fundamental, la relación médico-enfermo, mejorará enormemente.
Autor: Justo Hernández. Unidad de Historia de la Medicina. Facultad de Medicina. ULL. justoh79@hotmail.com
Ponencia presentada en el II Congreso Nacional de Homeopatía. Tenerife, 28 Abril a 1 Mayo de 2006.
No hay comentarios:
Publicar un comentario