EL PRECIO DE LA MAYOR ESPERANZA DE VIDA
La generalización de prestaciones sanitarias a pacientes terminales es utópica e indeseable
En cuanto uno sabe que se va a morir, la infancia ha terminado. Eugène Ionesco.
Por más que nuestros ciudadanos admiren la actitud prometeica y aparentemente altruista de científicos y profesionales de la salud, el mito del elixir de la vida eterna se parece cada vez más a un esperpento ideológico en manos del lobi médico-industrial. El precio que estamos pagando por haber duplicado nuestra esperanza de vida en los últimos 100 años es más alto de lo que cree el común de los mortales. La medicina genera hoy un sinnúmero de enfermos crónicos, discapacitados, dependientes, muchos de ellos terminales, como fruto de intervenciones quirúrgicas mutilantes e ineficientes, cuidados intensivos difíciles de justificar y quimioterapias desquiciadas. Una tercera parte de los pacientes que mueren de cáncer se encuentran en ese mismo momento recibiendo aún quimioterapia, generalmente carísima. Dos tercios de los pacientes que han estado más de un mes ingresados en una uci fallecen dentro de los dos años subsiguientes; en el caso de pacientes de más de 70 años, la mitad de los que sobreviven a la uci fallecen dentro de los siguientes seis meses. De los pacientes operados de cáncer de páncreas o de esófago, apenas el 15% supera los cinco años, periodo jalonado por repetidas visitas, análisis, tacs y quimioterapia tóxica. Está, pues, plenamente justificado el interés creciente que despierta la así llamada medicina paliativa, especialidad no reconocida oficialmente cuyo objetivo -más allá de la retórica humanista- es medicalizar la muerte, consecuencia natural de la medicalización de la salud que ya padecemos y que con el tiempo se agrava en detrimento de nuestro bienestar físico y mental.
La medicalización de la salud representa una merma sustancial de la autonomía individual y fomenta la irresponsabilidad para con nuestros estilos de vida; merma de autonomía e irresponsabilidad a las que nos ha conducido tanto paternalismo estatal y tanta previsión social. Por mencionar solo algunas de sus dianas, el embarazo, la alimentación, la menopausia, la sexualidad, nuestras manías o el envejecimiento son considerados casi enfermedades que precisan -según la corrección política vigente- un abordaje integrador e interdisciplinar y un largo etcétera de memeces por el estilo. En vías de agotarse los estados fisiológicos susceptibles de ser convertidos en enfermedades potenciales, el ojo del huracán médico-farmacológico va a pivotar pronto sobre la muerte y su entorno.
Nuestro sistema de salud y las enfermedades asociadas a la longevidad generan tal cantidad de pacientes candidatos a ser tratados paliativamente que la ministra Pajín se ha puesto las pilas y nos promete una ley que asegura el derecho de todo ciudadano a que los médicos se ocupen de él hasta la muerte. Eso sí, la palabra tabú ha desaparecido del proyecto de ley, donde se redefine la muerte como «el proceso final de la vida», y como tal, susceptible de ordenación jurídica, de medicalización y de institucionalización. Al parecer, la redefinición de la muerte como proceso soslaya la incomodidad de habérselas con la eutanasia o con el suicidio asistido. La ley, se dice, evitará el ensañamiento terapéutico, pero ignora que tal ensañamiento forma parte de una cultura muy extendida entre los médicos y también entre pacientes y familiares, a los que les asiste el derecho a exigir atención médica hasta el último suspiro.
La generalización de prestaciones sanitarias a los pacientes terminales -y todos lo seremos un día u otro- es una utopía y, como tantas otras prestaciones sociales anunciadas y luego disipadas, irrealizable so pena de asestar un duro golpe a los ya exiguos recursos de nuestra sanidad pública, que apenas si alcanzan para cuidar a los vivos. La ley en proyecto incluye un párrafo en el que se lee que cada paciente en agonía podrá disfrutar de «habitación de uso individual durante su estancia». ¿Cómo es posible tal desconexión de la realidad en un momento en el que se están cerrando cientos de camas hospitalarias y los cirujanos no podemos ni dar fecha de intervención a pacientes que aún tienen opción de curarse?
Créanme, la muerte dulce -como tantos otros aspectos de nuestra salud- debería pasar a ser responsabilidad nuestra y de nuestros allegados; y cuanto más lejos del hospital, mejor. Así que, dependiendo de qué diagnóstico le den los médicos, siga mis consejos: deje inmediatamente las pastillas del colesterol (si no las había dejado ya antes), váyase a casa y aprenda cuatro ideas básicas de farmacología que tan útiles le van a ser llegado el caso de que necesite alguna ayuda de este tipo. No es más difícil manejar las benzodiacepinas o la morfina que aprender a conducir o jugar a la bolsa. Vuelva a sus hobbies, retome las adicciones razonables que algún médico bien intencionado le prohibió en su momento y disfrute de los alimentos que aún le apetezcan. Y cuando llegue el momento de partir, escuche su música preferida y abra de par en par la ventana de la habitación individual de su casa: el aire fresco le sentará bien y la paloma que abandone su pecho encontrará la salida más fácilmente. Catedrático de Cirugía de la UAB.
Autor: Dr. Antonio Sitges-Serra, Catedrático de Cirugía de la UAB.
Publicado en EL PERIODICO DE CATALUNYA, miércoles, 14 de septiembre del 2011.
Fuente: elPeriódico.com
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